«¿Morir virgen?»

Emiliano Vargas no se lo podía creer; una tal Elisa lo había sentenciado a una vida corta y dolorosa acompañado de una enfermedad que a pesar de estar en el siglo XXI no había encontrado digno rival en el campo de la Medicina Humana, peor aún de un país que luchaba contra su propia gangrena desde sus inicios como independiente. Dobló la hoja de los resultados, lo guardó en el bolsillo de su casaca rápidamente y esperó las indicaciones del galeno sobre cuál sería el paso a seguir. Emiliano, de treinta años de edad, se encontraba físicamente ahí; sentado frente al escritorio del doctor con los brazos abajo formando una «V», pero su mente había emprendido un viaje en el tiempo con el objetivo de hallar la causa principal por la cual se había contagiado de VIH. El médico hacía un esfuerzo para al menos alcanzar un poco de filis para no decir crudamente todo lo que estaba por venirle a su impávido paciente, pero solo estaba gastando saliva.

Emiliano Vargas siempre había sido así; un joven delgado de un metro setenta que daba la impresión de que en cualquier momento el viento iba a llevárselo. Trigueño, morigerado, de perfil aguileño, de cabello rebelde que acariciaba el cuello de su camisa, lampiño y de mirada insegura. Se rehusaba a adaptarse a los tiempos modernos, ergo solía vestirse como si hubiera quedado atrapado en la década de los sesenta. Había estudiado Comunicación Social en la Universidad Mayor de San Marcos, pero por desgracia nunca tuvo la oportunidad de ejercer la carrera que lo apasionaba porque las revistas, los periódicos, las radios y las casas televisivas de Lima, la cruel, demandaban periodistas con vastos años de experiencia, premios luces y al menos un Premio Nobel en su haber. No obstante, en vista de que las oportunidades laborales le eran esquivas, Emiliano se dedicó a escribir, publicando así varios libros entre novelas y poemarios que lo convirtieron en un bienquisto escritor para sus pocos amigos, sus padres, profesores que todavía mantenían contacto con él y su humilde barrio chorrillano.

Es preciso resaltar que nunca había tenido enamorada debido mayormente a que le gustaba vivir en su mundo lleno de pensamientos, música Rock, bolígrafos y páginas en blanco; a su timidez que solo le hacía contar con un escaso repertorio de conversación con personas del sexo opuesto y a la vil época que le había tocado para desarrollar su juventud donde las mujeres miraban con desdén a los chicos talentosos y caballerosos, y optaban por acostarse con «anfibios» con la esperanza de que al amanecer estos despierten convertidos en «príncipes» sin saber que lo lacra no se los podía quitar nadie y estaban destinados a morir como mediocres delincuentes en estado larvario que iban por las ciudades embarazando a féminas ilusas y nescientes para luego dejarlas a su suerte y continuar delinquiendo o consumiendo drogas en alguna esquina.

Sin embargo, Emiliano Vargas también tenía necesidades sexuales y si bien la masturbación y las películas pornográficas que había descubierto a los quince años no le fallaban en su promesa de placer, él sentía que había llegado el momento de subir de nivel, de hacer realidad los labios, las tetas, los culos y las vulvas que él solo había saboreado en su imaginación y de dejar de buscar deleite en la palma de una mano que no se parecía en nada a las paredes húmedas de una vagina, así que una tarde en la que no se encontraba escribiendo un nuevo capítulo de su novela de terror, decidió navegar por la Internet usando su teléfono celular en pos de las únicas mujeres que serían  capaces de bajarse las bragas sin la necesidad de llevarse a cabo la frustrante ceremonia del cortejo; las prostitutas.

Si había o no algo de malo en lo que estaba por hacer, a Emiliano Vargas le importaba un bledo porque su única finalidad era satisfacer sus necesidades carnales y ni siquiera el Papa en persona podría desviarlo de su propósito, además no sentía aprensión alguna porque muchos hombres, fuesen pobres o ricos, buscaban entre las piernas de una meretriz el placer que no encontraban en casa, y los padres de generaciones pasadas tenían como tradición llevar a sus hijos varones a burdeles para que estos allí pierdan la virginidad y se conviertan en «verdaderos hombres» «¡Qué tiempos debieron ser aquellos!» Exclamaba «el fideo» (apodo de Emiliano) con un suspiro que más bien se asemejaba a un lamento porque su progenitor nunca tuvo la intención de continuar con él la inveterada costumbre y por lo tanto seguía siendo virgen, virgen a los treinta años.

«¡Ya he esperado demasiado! No soportaría llegar a viejo sin haber probado siquiera un par de cálidos pezones o bañar la punta de mi pluma con la tinta transparente de una mujer. Pero ya han pasado quince años desde que conocí el orgasmo producto de una paja accidental ¿Cómo he podido ser tan mediocre? No estoy dispuesto a envejecer sin otra compañía que la de mi mano derecha ni mucho menos a morir virgen ¡Eso jamás!» Se animaba Emiliano por dentro mientras buscaba prostitutas de hasta 150 soles la hora que se encontraran en distritos cercanos como San Juan de Miraflores o Surco, las cuales eran un poco difíciles de hallar debido a que la mayoría rondaba los 200 soles o 150 soles solo la sesión. En ese entonces «el fideo» solo podía destinar esa cantidad de su salario porque recién iba a probar qué tan conveniente era invertir dinero en amantes ocasionales y porque lo que ganaba como operario de limpieza en una empresa de seguridad de Chorrillos no pasaba del sueldo mínimo.

Explicar la razón por la que un profesional egresado de la Decana de América había terminado como fregador de pisos implicaría hacer una digresión innecesaria porque ya lo he detallado en el segundo párrafo, así que sin más distracciones continuaré con la historia: Luego de media hora de búsqueda por Internet, Emiliano Vargas por fin encontró a una prostituta acorde a sus disponibilidades y al arquetipo de mujer físicamente ideal que había diseñado en su mente gracias a los millones de videos pornográficos que había visto a lo largo de quince años. Si bien no se le veía el rostro, su nombre o seudónimo era Yessenia; una norteña de veintitrés años que ofrecía sus servicios sexuales a cambio de cien soles la hora para poder cubrir sus gastos universitarios. Su paradero no estaba lejos del barrio de Emiliano – puesto que era las afueras del hotel ubicado frente al supermercado Metro de Puente Alipio -, por ende «el fideo» no vaciló en agendar su número para citarla al día siguiente a la salida de su trabajo. Emiliano comenzó a sentirse contento y glorioso por lo que había acabado de hacer, pues al día siguiente de sí o sí perdería la virginidad con una blanconcita de tetas redondas como dos melones y un culo modesto pero carnoso.

Cuando el día esperado llegó sus compañeros de trabajo se sorprendieron al verlo sumergir el trapeador en la cubeta con tanto ánimo y fregar el piso de los pasillos de la empresa silbando alegremente como solo lo haría un novato. Nadie se atrevió a preguntarle cuál era el motivo de su leticia, principalmente porque Emiliano Vargas no solía relacionarse con ninguno de ellos desde que comenzó a trabajar en el edificio – hace ocho años exactamente – y con quienes sí lo hacía ya no estaban porque habían sido despedidos o renunciado por mejores ofertas laborales. El hecho era que «el fideo» se sentía contento porque su momento de probar a una mujer había llegado y por ello esperaba ansioso la hora de salida.

Cuando su reloj de pulsera marcó las 5:00 pm, Emiliano Vargas, presuroso, se quitó el uniforme azul oscuro, lo guardó en su locker y egresó de la empresa rumbo al paradero para tomar una cúster o combi que lo transportara hacia Puente Alipio. Pasaron dos o tres que estaban llenas, pero «el fideo» no abordó ninguna porque deseaba ir sentado al lado de la ventana para que la vista de las calles  aliviara el nerviosismo que empezaba a manifestarse como rocío en sus manos. En un lapso de diez minutos por fin apareció un vehículo apropiado para él, al cual detuvo levantando a medias su mano izquierda. Subió rápidamente y se sentó casi al fondo, cerca de una ventana, para comenzar a calentar motores imaginando todo lo que le haría a la blanquiñosa de Yessenia.

Su viaje casi fue del todo tranquilo y digo casi porque en el paradero del cementerio Santa Rosa se sumó al recorrido una anciana que parecía cargar sobre su espalda sus largos años, los cuales solo le permitían caminar de manera semi erguida y con un bastón de apoyo. Subió con la ayuda del cobrador que por fortuna era educado y al notar que no había sitio disponible se paró al costado de una señorita. El cobrador comenzó a pedir para ella uno de los asientos reservados, pero por desgracia los cuatro estaban siendo ocupados por personas que sí los necesitaban. Entonces hubo un valiente que también se hallaba de pie que se atrevió a pedirle en voz alta a la señorita que por favor le ceda su puesto a la mujer mayor, pero sus palabras no fueron escuchadas, dando a entender que la chica no estaba dispuesta a hacerlo por la sencilla razón de ser mujer y porque solo los hombres tienen la obligación de abandonar su sitio ante la presencia de una persona mayor, un discapacitado, una fémina embarazada o simplemente cansada.

Nuevamente el señor de anteojos le pidió a la señorita que tenga la amabilidad de cederle el asiento a la anciana, pero solo estaba gastando saliva porque la joven que parecía rondar los veinte o veintiún años de edad permanecía inmóvil observando la pantalla de su teléfono celular. La tercera fue definitivamente la vencida porque ya los demás pasajeros, indignados, empezaron a presionar a la chica grabando su acto de malcriadez y escupiéndole varios adjetivos como «sinvergüenza», «maleducada», «basura», etc. que por fin hicieron que la fémina levante sus pesadas posaderas para darle su puesto a la mujer mayor. Con todo ese escándalo a Emiliano Vargas le fue imposible enlistar mentalmente las acciones que llevaría a cabo en la cama con Yessenia, así que solo se mantuvo atento a la realidad y bajó de la cúster en uno de los paraderos de Puente Alipio.

Caminó dos cuadras más arriba y por fin arribó al supermercado Metro. Cruzó hacia el frente por la calzada aunque otros lo hacían de formas riesgosas como si fuesen inmortales o tal vez idiotas, y se dirigió a las afueras del edificio de varios pisos que fungía como el hotel que Yessenia señalaba como su paradero. Sacó su teléfono celular y llamó a la meretriz, quien recién le contestó al segundo intento con una voz sexy. Emiliano le manifestó sus deseos de verla sin ser demasiado obvio, pues habían muchas personas en el lugar, además de indicarle cómo se encontraba vestido – para que pueda reconocerlo – y ella le pidió dulcemente que la espere en la puerta del hostal, que en cinco minutos estaría allí. «El fideo» asintió y cortó la llamada mientras una gran emoción comenzó a invadirlo, esa misma que solo sienten los niños cuando se les está a punto de comprar el juguete que tanto quieren.

Se ubicó en la escalera que daba a la entrada del hotel, puesto que en la planta baja funcionaba una fuente de soda, y esperó a la norteña de veintitrés años, quien pese a que ya habían transcurrido los cinco minutos, no aparecía «¿Vendrá por la avenida o por el parque?» Se preguntaba Emiliano Vargas mientras miraba a ambos lados cada cierto tiempo. De pronto apareció en la esquina una señorita de cabello rubio largo, gafas de sol, vestido blanco floreado corto y una figura atractiva. Llevaba una pequeña cartera negra colgando de su hombro izquierdo, un celular antiguo en la mano y parecía esperar a alguien «¿Acaso ella será Yessenia? No creo, esa chica debe tener más de veintitrés años.» Se decía «el fideo» mientras la observaba y dudaba en preguntarle si era una prostituta o no. Finalmente se decidió y se acercó a ella aunque no para preguntarle exactamente eso sino más bien si era Yessenia, a lo que la señorita respondió que no con un movimiento de cabeza.

Estuvo a punto de interrogarle si era una amante a sueldo, pues algo le decía que sí lo era – tal vez el escote que le hacía sufrir para hablar de forma clara -, pero prefirió no hacerlo y regresó al pie de la escalera a esperar a la tardona de Yessenia. La llamó una vez más para preguntarle si iba a venir u optaba por irse al diablo, pero no contestó. No quería impacientarse, pero tampoco quería seguir perdiendo el tiempo, así que empezó a buscar maneras para contactar a otra prostituta sin la necesidad de usar la Internet – ya que no tenía datos móviles -, hasta que de repente una mano suave que tocó su espalda lo hizo aterrizar. Emiliano Vargas dio la media vuelta en busca de quien lo había tocado y se topó con una señorita de aparentemente metro sesenta de estatura, piel blanca, rostro de norteña aunque no muy agraciado, cabello negro amarrado, pechos medianos algo caídos, piernas bien torneadas y trasero modesto pero carnoso. Llevaba puesto un top de color púrpura, un short celeste y sobre su hombro izquierdo colgaba una pequeña cartera similar al de la mujer que él vio en la esquina. Ella le sonrió amablemente y él también lo hizo aunque sin poder ocultar la decepción de ver a la blanconcita de la foto del anuncio virtual reducida a una chola sin gracia.

«- Buenas tardes Emiliano, lamento llegar tarde pero es que no tenía con quién dejar encargado a mi pequeño hijo.-» Se disculpó Yessenia luego de un beso en la mejilla. Él solo quería decirle que no se parecía en casi nada a las fotos que había visto, que por ende no cumplía sus expectativas y que lo mejor sería que se marchara, pero ya las cosas estaban avanzadas y prefirió decir lo siguiente: « – No te preocupes Yessenia, lo entiendo.-» Acto seguido, ambos subieron las escaleras como dos enamorados e ingresaron al hotel.

Emiliano Vargas entregó su documento de identidad al administrador del recinto y se le cobró treinta soles por la habitación número 108. Después del pago se le dio la llave, un control remoto, una toalla crema doblada y un pequeño jabón. Recogió los objetos y junto a su compañera que se comportaba como si fuera su enamorada caminó en busca del cuarto designado, el cual se hallaba al fondo de un pasillo. Abrió la puerta color caoba y le cedió el paso a Yessenia. Una vez adentro «el fideo» encendió la luz y pareció fascinarle la estética pese a que era la primera vez que estaba en un hotel.

«- ¿Me puedes ir cancelando?-» Le preguntó Yessenia con un tono de voz dulce. Emiliano Vargas dirigió sus pupilas oscuras hacia ella, asintió con la cabeza y sacó de su billetera cien soles. Estiró la mano derecha para dárselo y ella, después de verificar que fuese verdadero, lo guardó en su cartera para luego dejarla sobre la mesa de noche. «El fideo» dio unos cuantos pasos y se detuvo frente a ella; la emoción de estar cumpliendo uno de sus sueños comenzaba a bloquear su mente y ergo no sabía cómo empezar hasta que de repente ella tomó la iniciativa y se quitó el top.

El brasier negro de Yessenia debía ser mágico porque cuando ella se sacó el top, sus pechos parecían haber aumentado su volumen y por ende se veían más deliciosos, lo suficiente como para encender a Emiliano Vargas, quien como una fiera atrapando a su presa, tomó la cintura de la amante a sueldo y la apegó hacia él. Se dispuso a besar sus labios como un animal sediento, pero ella lo detuvo haciendo un ademán de que no podía hacerlo. «El fideo» no entendía el porqué de la prohibición, pero no perdió tiempo y de inmediato bajó a su cuello, dándole pequeños besos que cambiaron el ritmo de la respiración de aquella blanconcita norteña.

Seguían de pie, pero él avanzaba y pronto llegó a su clavícula para luego darle autonomía a sus manos que bajaron deslizándose por sus costillas y se encontraron en el botón metálico del short, el cual fue liberado y permitió que los dedos del escritor de treinta años desactivaran su función de dibujar letras y se adentraran debajo de su calzón negro para dedicarse a tocar el pequeño instrumento que ella tenía entre sus piernas y que hacía posible la composición de la melodía del placer bajo el compás de su excitación.

Su vulva era áspera, pero no le importó y continuó sobando su clítoris hasta escuchar la inquietante introducción de la melodía placentera y sentir en la yema de los dedos un líquido transparente como si estuviera lloviendo dentro de ella. Emiliano Vargas era nuevo en el arte de la sexualidad, pero sabía, gracias a los muchos vídeos eróticos que había visto con detenimiento, que aquellos detalles significaban que la blanquiñosa norteña estaba preparándose para la función principal.

Deslizó sus manos hacia arriba y a ciegas le quitó el brasier, el cual no fue difícil de desabrochar como él pensaba y cayó lentamente dejando al descubierto los ovalados pechos de Yessenia que podían compararse con dos jugosas frutas colgando de un árbol. Las glándulas salivales de Emiliano Vargas se activaron como si él estuviera a punto de iniciar un banquete y sus labios siguieron avanzando su recorrido desde la clavícula hasta el pezón derecho que se veía rosado y erecto. Estaba ansioso por saborearlo – aunque la mano que no sobaba el clítoris ya se encontraba acariciando y amasando el pecho izquierdo -, pero sabía que esa parte ameritaba un tratamiento especial, así que aceleró los movimientos circulares en el botón de placer de la meretriz y con la punta de su lengua dibujó lentamente la forma de cada una de las tetas para luego chupar, morder y lamer cada uno de los pezones como si fuera un hambriento recién nacido. Yessenia estaba de pie, sus manos permanecían inmóviles, pero se mostraba excitada y gemía sin necesidad de fingir.

Acto seguido y ya hostigado de chupar y lamer dos pezones suaves como malvaviscos,  el bienquisto escritor procedió a despojarle del short y el calzón a su amante para luego tumbarla sobre la cama y desnudarse completamente ante ella, mostrándole su escuálido cuerpo. «- Enséñame todo lo que sabes.-» Pidió Emiliano Vargas fuera de sí como convertido en una bestia y Yessenia accedió levantándose y poniéndose de rodillas ante él a la altura de su mediano miembro viril totalmente erecto, duro como una vara de metal macizo y húmedo como si la punta exudara un líquido aceitoso transparente. «- ¿Has comprado preservativo? -» Preguntó ella alzando la mirada hacia su cliente, quien asintió y se lo dio después de sacarlo de uno de los bolsillos de su pantalón.

Yessenia abrió el sobre de color negro lentamente y una vez con el condón en la mano desnudó el glande de Emiliano Vargas para forrar su falo con bastante habilidad y luego metérselo a la boca como si se tratara de un dulce. Al parecer la meretriz se había propuesto devolverle el placer que su cliente le había provocado con sus constantes chupadas, mordidas y lamidas de pechos, pues empezó a hacerle lo mismo a su pene tratándolo como si fuese un cono de helado, lamiéndolo de abajo hacia arriba repetidas veces y ensalivándolo para que estuviera listo para perderse entre sus torneadas piernas.

Emiliano Vargas jamás pensó que su experiencia con el sexo oral llegaría a exceder por mucho a lo que imaginaba cada vez que veía a actrices pornográficas de la talla de Victoria June realizando felaciones en la introducción de sus candentes videos. Cerró los ojos, se mordió los labios de placer y dejó que Yessenia culminara con su obra de arte mientras agarraba su cabeza. Así lo hizo ella y después volvió a echarse sobre la cama a la espera del bienquisto escritor como un manjar servido en bandeja de plata. Él ante semejante invitación no pudo resistirse ni un segundo y se lanzó a su amante como un depredador a su presa, abriendo sus piernas de par en par e introduciendo su órgano de dieciséis centímetros en la vagina de ella como una serpiente reptando sobre la ciénaga.

Dentro de ella el escritor de treinta años no se detuvo a comprobar su grado de estrechez, y más bien se dedicó a embestirla con cada vez más intensidad, provocando que gima con los ojos cerrados y haciendo sonar la cama que ya parecía estar al borde del desarme. Probaron varias posiciones mientras el sudor de sus cuerpos empezaba a evaporarse, pero al final, cuando él le notificó que estaba a punto del orgasmo, Yessenia le pidió que se detenga y que volvieran a la postura de la felación para cerrar el acto con broche de oro. Emiliano Vargas obedeció y su amante a sueldo se puso de rodillas ante él sobre el suelo cubierto de losetas para retirar el condón de su miembro viril y estimularlo rápidamente con ambas manos.

Él presentía lo que estaba a punto de acaecer, pero prefirió no anticiparse y se dejó llevar hasta que cerró los ojos y alcanzó el clímax que le provocó un leve estremecimiento y un cosquilleo en la punta del glande que no supo explicarse, pero que lo mantuvo en la petite mort por unos cuantos segundos; fue como acariciar el paraíso con la yema de los dedos. Cuando por fin el bienquisto escritor abrió los ojos y dirigió la mirada hacia Yessenia se dio cuenta que había sucedido justo lo que él había estado imaginando y a la vez comprendió por qué se le había prohibido besar sus labios, ya que de la boca de la meretriz se rebalsaba un líquido blanquecino espeso que no podía ser más que su propio semen. Ella jugó un rato con aquella sustancia que presentaba mayor concentración en su lengua y luego se lo tragó haciendo un gesto hipócrita de que estaba delicioso.

Volvieron a echarse sobre la cama para esta vez descansar y desperdiciar los pocos minutos que quedaban para cumplir la hora, pero «el fideo» no pudo con su curiosidad y le preguntó a su amante de dónde era y cuánto tiempo llevaba desempeñando el oficio más antiguo del mundo. Por fortuna Yessenia era una mujer amable, ergo le respondió sin molestia alguna que vivía del distrito de Lurín y que vendía su cuerpo desde los veinte años de edad para pagar su carrera de Ingeniería Civil, para subsistir y enviarle dinero a su madre que se encontraba en algún pueblo de Lambayeque – de donde ella era oriunda – y que creía que su hija única se ganaba la vida como asistente de Gerencia de una empresa constructora. Emiliano Vargas sintió un nudo en la garganta luego de oír sus contestaciones y desechó en el acto el estúpido consejo de que lo mejor sería que busque un mejor trabajo, ya que él más que nadie sabía que las oportunidades laborales solo le sonreían a muy poca gente.

Habiéndose cumplido la hora pactada, tanto Emiliano Vargas como Yessenia tomaron un baño – por turnos obviamente -, se vistieron y salieron del hospedaje aún fingiendo ser pareja hasta el final de la escalera, donde se despidieron con un amical beso en la mejilla y cada uno partió siguiendo caminos diferentes. El bienquisto escritor de treinta años se sentía realizado, estaba orgulloso de sí mismo por haber logrado su cometido de perder la virginidad y ya exultante de alegría que se manifestaba en su rostro como la de un pillo que acababa de hacer una travesura, se dirigió a la avenida para tomar el bus amarillo que pasaba por su casa no sin antes encender el cigarrillo de la victoria para fumar mientras observaba a las anticucheras refrescar los corazones de res con aceite, provocando que estos desprendan como por arte de magia humo cargado de una fragancia capaz de abrirle el apetito cualquiera; a los vendedores de golosinas que pacientemente esperaban sentados sobre pequeñas bancas a sus clientes y a los «cazadores» nocturnos que aguardaban como él la llegada de una amante a sueldo que les despeje la mente.

Las cuatro semanas siguientes no fueron para nada distintas a la gloriosa septenaria de su desvirgación, pues Emiliano Vargas continuó citándose con prostitutas todas las tardes de los viernes según sus disponibilidades, lo cual le permitía ir probando mejores tetas, culos y vaginas aunque le costara cambiar constantemente de escenario, pasando de San Juan de Miraflores a Villa El Salvador y terminando en Lince conforme se iba reduciendo su presupuesto. Vale decir que aquellas nuevas experiencias sexuales le hicieron vivir pequeñas anécdotas que él jamás olvidaría y que buenas o malas le hicieron comprender con mayor profundidad cómo eran las cosas en el oficio más antiguo del mundo, aquel del cual es mal visto hablar y que todo el mundo suele criticar como si las mujeres que se entregan a cambio de aprobar un curso, a cambio de los cariños económicos de viejos solitarios de la cúspide socioeconómica de Lima y/o a cambio de la atención de un Adonis que bien podría ser participante de algún reality de competencias no practicasen la prostitución de un modo más disimulado.

Por ejemplo, en la segunda semana conoció a otra meretriz de los alrededores del hotel frente al supermercado Metro de Puente Alipio, quien tenía por nombre o seudónimo Nicole, cuyos majestuosos pechos hechizaron al «fideo» transformándolo en un mamífero (nunca antes mejor dicho) feroz y hambriento que por poco y se endeudaba al arrancarle una tira de su brasier  – por querer saborear de una vez por todas aquellas maravillosas «magdalenas» -, el cual afortunadamente logró volver a su sitio al final de la batalla pasional. Luego, en la tercera septenaria tuvo el placer de citarse – gracias a un foro virtual donde «cazadores» cuentan y evalúan sus encuentros con prostitutas de diversas partes de Lima – con aquella señorita de cabello rubio largo, gafas de sol y vestido blanco floreado y corto que sí era una amante a sueldo que tenía por nombre Mireya y que por una hora le hizo experimentar el orgasmo más exquisito de su trayectoria concupiscente, felicitándolo después por su trabajo en la cama aunque no quiso tragarse la dosis de semen que Emiliano Vargas estuvo a punto de derramar dentro de su boca, pidiendo que se lo eche sobre su par de senos grandes y redondos.

Ya a la cuarta semana el bienquisto escritor no contaba con los fondos necesarios para darse el lujo de contratar a una amante a sueldo de cien soles la hora y mientras más se acercaba el viernes, que justo era su día de descanso, crecía más su angustia. Sin embargo, como por obra del demonio Asmodeo, patrón de los lascivos, promiscuos y adúlteros, un pequeño volante llegó a las manos de Emiliano Vargas mientras regresaba del trabajo a su casa el jueves por la noche. «El fideo» no había visto bien lo que contenía el folleto cuando lo recibió de manos de un viejo volantero, así que se dispuso a leerlo bajo la luz de un poste al arribar a una esquina, enterándose que en Villa El Salvador había un club nocturno con prostitutas a precios cómodos para su bolsillo. Esbozó una sonrisa de satisfacción, dobló en cuatro el papelito de colores para que no hiciera tanto escándalo en su bolsillo y continuó su camino.

A la mañana siguiente, a esa hora en la que el sol comienza a brillar con más fuerza antes de acomodarse sobre su trono en el medio del cielo, Emiliano Vargas inició su expedición hacia el burdel de Villa El Salvador, el cual funcionaba desde las 10:00 am y al que le tomó una hora en llegar con una cúster azul que por suerte pasaba por su casa. Cuando bajó del vehículo, «el fideo» buscó entre los numerosos locales de la calle la dirección exacta del prostíbulo, el cual no tenía un letrero que lo identificara y poseía dos puertas en la fachada: una de cristal que conducía directamente a una escalera y otra negra pequeña hacia el bar. Ambas se encontraban abiertas al público, pero un no se qué – o tal vez el demonio Asmodeo – le decía que la puerta que daba a la escalera de concreto era la que debía elegir.

Así lo hizo el bienquisto escritor e ingresó aunque el ambiente no le inspiraba mucha confianza por lo silencioso que era. Subió las escaleras y llegó al segundo piso que parecía propio de un local informal. Había tres corredores llenos de cuartos de color fucsia con puertas de madera pintadas de rojo enumeradas y había una fila con tres o cuatro señores – en su mayoría taxistas y albañiles – en muchas de las habitaciones. Se acercó con timidez a una de las colas para preguntar si allí estaban atendiendo las meretrices, pues nunca había ido a un burdel, y le dijeron que sí, que siguiera una de las filas hasta que llegase su turno.

Pero Emiliano Vargas estaba desesperado por probar un cuerpo femenino, así que hizo caso omiso y se dirigió a la habitación número dieciocho que se hallaba sin cola de espera y tocó la puerta, la cual fue abierta luego de varios segundos por una señorita trigueña de contextura robusta que llevaba el cabello negro largo suelto y vestía como si viniera directamente de algún gimnasio. «El fideo» le preguntó si estaba disponible y cuál era su tarifa, a lo que ella le respondió que sí se encontraba en servicio y que cobraba 42 soles solo la sesión. Al bienquisto escritor no le inspiraba confianza eso de la sesión porque no sabía exactamente cuánto tiempo implicaba ese término, pero ya que llevaba prisa por satisfacer su necesidad sexual aceptó y entró al cuarto, el cual era bastante rudimentario y pese a que felizmente no se encontraba sucio, el ambiente olía a tabaco, sudor y semen. A la amante a sueldo – que en ningún momento reveló su nombre o seudónimo – se le pagó por adelantado y mientras se quitaba el short y el calzón para ponerse a disposición de su cliente de treinta años, le contaba a este que venía del distrito de El Agustino por llamado del administrador del club nocturno y que trabajaba a escondidas de su enamorado que apenas había llegado a la mayoría de edad.

Al final del pequeño monólogo, Emiliano Vargas se desnudó rápidamente y como una bestia en celo se apresuró en poseer a la fémina, quien luego de colocarle el preservativo y practicarle una felación mediocre de pocos segundos, se puso de perrito sobre la cama a la espera de ser penetrada aunque no desnudó la mitad superior de su cuerpo. Desde el pésimo sexo oral «el fideo» ya intuía que el resto de la experiencia iría de mal en peor, y no se equivocó porque la meretriz que fingía notablemente sus gemidos en ningún momento le permitió tocar sus pechos, en todo el rato lo estuvo apurando para que eyaculara de una vez como si él fuese una máquina dispensadora de esperma y después de quince minutos de haber empezado le avisó que su tiempo había concluido. El bienquisto escritor de treinta años estaba enojado, se sentía estafado pero como siempre no reclamó nada porque era una persona pasiva y tenía temor de hacer prevalecer sus derechos, así que se vistió sin decir palabra alguna y se retiró del local jurando jamás volver.

Para la quinta semana sí fue más cuidadoso, por ello se tomó la molestia de comparar los precios de diferentes prostitutas para no afectar en gran medida a su bolsillo, y determinar en qué parte de Lima hay más oportunidades de encontrar meretrices económicas, llegando a la conclusión de que su nuevo destino sería el distrito de Lince, en cuyas esquinas de sus principales avenidas la noche revela a numerosas señoritas que bien podrían pasar como modelos actuales esperando en grupo a «cazadores» nocturnos que deseen apoyarlas económicamente a cambio de atención y un poco cariño.

Sin embargo, otra vez la suerte no estuvo de lado del bienquisto escritor de treinta años, pues a pesar de contratar los servicios de una amante a sueldo de seudónimo Sara con departamento incluido – aunque compartido con una amiga más – en la cuadra veinte de la avenida Arequipa y al precio mínimo de cincuenta soles la media hora, la fémina se veía mayor a la que aparecía en el anuncio de la Internet y un poco más gorda, contextura que la impedía colocarse en ciertas posiciones favoritas de él durante el acto sexual y la hacía transpirar en abundancia. Asqueado y de nuevo sintiéndose estafado, Emiliano Vargas eyaculó con cólera sobre el rostro de Sara (a pedido de ella) y procedió a limpiarse los genitales con algodón y alcohol que se le fue proporcionado para luego vestirse y salir camino al paradero a la espera de un bus de la línea «73 A» que lo llevara de regreso a su casa.

Emiliano Vargas estaba más molesto que al término de su horrible experiencia en el burdel, así que sacó un cigarro del bolsillo y lo encendió para que el fumar lo apacigüe un poco mientras observaba cómo otras prostitutas negociaban en sus esquinas con amantes al paso que eran en su mayoría empresarios, ejecutivos y uno que otro civil común. Reflexionaba acerca del porqué desde los inicios de su vida sexual con meretrices no había logrado al menos una vez acostarse con una mamasita fiel al arquetipo de mujer que había diseñado en su mente como lo eran las zagalas que se hallaban ahí frente a él a punto de marcharse directo al hotel con sus clientes, y que si bien la mitad de sus citas concupiscentes no lo decepcionaron, pudieron haber sido mejores. Tal vez su cuerpo aún le permitiría afrontar con éxito otra batalla pasional esa misma noche con una mejor mujer – físicamente hablando -, pero lo cierto era que no tenía más que para su pasaje en los bolsillos y que para darse ese verdadero lujo debía esperar a que llegase fin de mes.

Largo tiempo estuvo el bienquisto escritor esperando la aparición de un bus de la «73 A», hasta que de pronto, cuando ya no contaba con más cigarros, se aproximaron a él dos bellas trabajadoras sexuales que al parecer no habían llegado a ningún acuerdo con el par de oficinistas que se les acercaron hace varios minutos. Las dos estaban hermosas, pero solo una de ellas parecía tener las tetas perfectas, la cintura ideal y los glúteos gordos con los que Emiliano Vargas tanto soñaba. Él y ella cruzaron las miradas y solo cuando estuvieron frente a frente la meretriz lo saludó amicalmente para presentarse como Gianella y preguntarle si deseaba acostarse con su persona a cambio de 250 soles la hora. «El fideo» respondió que sí, pero que en ese momento no contaba con ese dinero, por lo que al menos se aseguró una posible cita futura con ella pidiéndole su número telefónico, el cual se le fue dado. Las dos muchachas se despidieron, continuaron su camino y mientras Emiliano Vargas miraba con deseo el trasero carnoso de la que había captado su atención, el cual se movía de forma muy sexy, este juró hacer hasta lo imposible por llevarla a la cama.

No era un juramento en vano, pues se trataba de la prostituta que contaba con los atributos precisos que siempre le habían quitado el sueño al bienquisto escritor desde hace quince años, por eso hizo, en los días siguientes, hasta lo inimaginable para conseguir los 250 soles que eran la garantía del más exquisito placer. Emiliano Vargas no se daba cuenta, pero estaba cayendo en el mismo agujero negro de todos los adictos: el síndrome de abstinencia. Durante los días que no frecuentaba a meretrices sentía que la desesperación lo devoraba como una bestia de grandes fauces y desde su segunda vez su carácter comenzó a cambiar progresivamente, mostrándose la mayoría de las veces alterado cada que tenía que responder cualquier tipo de pregunta, por más insignificante que fuese, y acosado por fiebres de angustia nocturna que sorprendían a sus padres, quienes no lograban tener en claro sus motivos debido a lo muy reservado que era su hijo único.

Como al «fideo» ya no le quedaba más que cincuenta soles en su billetera, cuya mayor parte de esa cantidad estaba destinada a cubrir los pasajes de ida y vuelta a su trabajo, se desesperó aún más porque simplemente no podía aguantar a que llegara fin de mes para cobrar y tener en sus manos las poderosas nalgas blancas de Gianella, por lo que resolvió reunir 250 soles como le fuera posible. En primer lugar se lo pidió a sus amigos más cercanos (que eran pocos) en calidad de préstamo, alegando que tenía una deuda urgente que cancelarle a un colega, pero ninguno le dio nada excusándose con que tenían muchas más cuentas que pagar que él y no les sobraba nada. En segundo lugar, Emiliano Vargas optó por vender sus preciados discos de Pink Floyd, The Rolling Stones y Led Zeppelin, que si bien eran pocos, hasta ese día eran verdaderas joyas invaluables que por desgracia, apuro y la mala época (gobernada musicalmente por el Reggaeton y el Trap) quedaron convertidas literalmente en un azulino y arrugado billete de cien soles.

No era suficiente, así que, en tercer lugar, el bienquisto escritor se vio obligado por su vicio sexual a profanar su mundo, su hábitat maravilloso e individual vendiendo sus libros literarios favoritos y sagrados que muchas veces le habían ayudado a escapar de la realidad, pero que en ese momento importaban menos que una fantasía sexual, por eso terminaron en conjunto en las manos de un vendedor de artículos usados que los adquirió por no más de cincuenta soles. Decir que Emiliano Vargas se sentía terrible y vacío por la pérdida de sus novelas y cuentos sería una falacia porque la verdad era que se mostró totalmente indiferente durante el momento de la transacción y más bien maldijo a los que una vez consideró como sus tesoros por no haberle generado más dinero.

Una tarde, llegando del trabajo y con 150 soles en la billetera, pero aún lejos de la meta, el bienquisto escritor se encontraba mortificado en el vacío de su habitación, pensando en qué vender cuando no le quedaba más que pósters de sus bandas de Rock and Roll preferidas y dos o tres cuadernos de apuntes que ofrecidos a recicladores valdrían una miseria. Por un momento sostuvo la idea de atentar contra las cosas de sus padres, pero una gota de buen juicio lo hizo reaccionar y darse cuenta que eso sería lo peor que podría hacer. Estancado, no tuvo de otra que escribirle a Gianella por WhatsApp y preguntarle con esperanza si con lo que tenía le alcanzaba para al menos media hora con ella. Grande fue su sorpresa cuando ella le respondió que sí, pero solo para una sesión de 120 soles, la cual él aceptó sin titubear y emocionado pese a que siempre desconfiaba de ese término que parecía ser el disfraz elegante de la estafa.

De pronto su estado de ánimo cambió al instante como si fuera una máquina y se dispuso a arreglarse como para una cita especial, saliendo de la casa bañado en perfume y con una sonrisa estampada en el rostro, dando a entender a sus vecinos que por fin el joven solitario había hallado la horma de su zapato. Tomó un bus de la línea «73 A» en el mismo paradero de siempre y arribó a Risso después de una hora y cuarenta minutos, cuando el cielo empezaba a ponerse de luto por la muerte del sol y las esquinas de la avenida Arequipa se llenaban de amantes a sueldos para todos los gustos.

Al llegar a dicha avenida, Emiliano Vargas llamó a Gianella para acordar el punto de encuentro y ella le dijo que lo esperaría en una de las esquinas de la cuadra veinte, exactamente donde se vieron por primera vez el viernes pasado. Así lo hicieron y cuando el bienquisto escritor de treinta la tuvo al frente otra vez, por poco y la posee ahí mismo, a la vista de todo el mundo debido a las ganas que le tenía. Sin embargo, primero se saludaron con una sonrisa, un beso en la mejilla y luego caminaron de la mano hacia un hostal cercano que le cobró al «fideo» los treinta soles que le quedaban del remate de sus valiosos tesoros.

Si bien era cierto que el pacto había sido de solo una sesión, Emiliano Vargas no se sintió estafado por el tiempo, que concluyó a la misma vez que su eyaculación, como sí del trato de Gianella, quien al quitarse las bragas y el brasier se montó en su encima como una jinete, tomó sus manos y cabalgó hasta el final de la carrera como si el Kamasutra no tuviera más posiciones y sin expresar emociones. «El fideo» esperaba todo el ritual previo a la penetración, que incluía los besos en el cuello, la degustación de sus pechos, la estimulación de su clítoris hasta humedecer al máximo la ciénaga entre sus piernas, la melodía del placer y el bello arte de la felación capaz de endurecer su bestia invertebrada; los cuales en ella y por ella de ley tenían que ser más exquisitos que con Yessenia, Nicole y Mireya; pero que por desgracia no sucedieron. El bienquisto escritor había sacrificado bastante y tardado días para obtener 150 soles que se hicieron humo en poco más de media hora por una experiencia de intensidad y pasión menor a la de la masturbación.

Ya de vuelta a la calle y caminando hacia el paradero para tomar el bus de retorno, Emiliano Vargas tenía la cabeza hecha un lío. No entendía porqué el negocio más antiguo del mundo no tenía sentido, pues él sabía como muchos otros que si algún producto o servicio era barato, la probabilidad de que este fuera de mala calidad era alta, mientras que por otro lado, si el producto o servicio tenía un precio estándar o elevado, la probabilidad de que fuera de buena calidad era alta ¡Pero la prostitución no era así! Era impredecible porque nunca se sabía si por mucho o poco uno recibiría un trato de calidad y una amante de calidad, y eso mortificaba al «fideo» porque a lo largo de su experiencia con meretrices jamás se le había servido en función a lo que había pagado. En conclusión, creyó importante y urgente la creación de una entidad que regulara el trabajo sexual, pero desde que concibió esa idea ya tenía claro que sería imposible que tocase la realidad, sobre todo en un país tan conservador como de doble rasero.

Dos semanas después de la última experiencia, precisamente fin de mes, Emiliano Vargas yacía de nuevo sobre su cama presa de la angustia febril, la cual esta vez no se hallaba presente por la falta de dinero – puesto que «el fideo» ya había cobrado su salario -, sino porque no se sabía con quién gastarlo. A estas alturas el bienquisto escritor de treinta años ya miraba con reticencia a toda página que ofrecía prostitutas a bajo precio y a todo foro que mediante relatos y puntuaciones promocionaba a las mismas, pues ya tenía bastante claro que pese a mucha fotografía atractiva y a mucha descripción prometedora, un buen servicio meretricio solo dependía del azar. Por tal motivo, y luego de mucho pensar, resolvió por reunirse en la noche con su mejor amigo: Efraín Echegaray, en un bar próximo a su barrio con el objetivo de preguntarle si conocía a alguna amante a sueldo digna de su recomendación.

Sin embargo, no fue exactamente esa clase de sugerencia la que recibió de Efraín, quien mostró preocupación por él y su estilo de vida, ergo le explicó que una prostituta no puede ser comparada con una pareja real porque solo le importa el dinero, mas no la experiencia sexual en sí y por eso la mayoría no se esmera en el servicio porque no lo disfruta y tampoco su labor es formal. Además le advirtió que muchas con las que él ha estado seguramente poseen alguna enfermedad venérea, por lo que era conveniente que se realizara la prueba de Elisa por si acaso. Emiliano Vargas lo escuchó atentamente y luego de vaciar su vaso de whisky de un seco y volteado confesó que había comenzado a frecuentar meretrices por la sencilla razón de que se sentía solo porque desde la adolescencia ninguna chica se sentía atraída por él pese a sus buenas intenciones y a su talento literario, y que cuando él se ilusionaba con alguna y le declaraba su sentimientos, siempre se le respondía negativamente porque no cumplía con los gustos que mayormente rayaban en lo físico. Ni siquiera aquellas que pregonaban que lo verdaderamente importante es el interior, le daban oportunidad, por ende todas ellas eran, en palabras del «fideo» perfumadas con alcohol, solo unas «perras cucufatas».

Y fue debido a ese tipo de rechazo que él pasó quince años refugiado en la lóbrega soledad, donde fue pobremente consolado con la pornografía y la masturbación hasta que un día decidió dar un paso adelante y subir de nivel; contactando a féminas dispuestas a sacarlo del obsoleto mundo de la virginidad para convertirlo en un verdadero hombre sin la necesidad de llevar a cabo el engorroso e inseguro ritual del cortejo, donde siempre impera el dicho de que «nadie sabe para quién trabaja». Pero todo parecía indicar que el remedio fue peor que la enfermedad porque por solo un momento de placer él fue capaz de deshacerse de lo que consideraba una parte de sí mismo y aquello era imperdonable. Tras atender su confesión, Efraín se sintió conmovido y palmoteó su hombro con la mano derecha para luego decirle que lo comprendía, pero que no valía la pena despilfarrar dinero en putas cuando hay cosas más importantes en la vida que el sexo, por eso le insistió con que se hiciera el examen de Elisa y que independientemente del resultado cerrara la etapa de la concupiscencia para darle un nuevo comienzo a su vida orientado a lo que más le apasiona; la Literatura. A Emiliano Vargas le costó mucho aceptar el consejo, pero de tanto pensar con uno y otro vaso de whisky encima, finalmente dio su brazo a torcer.

Solo bastó esperar un par de semanas para que durante una tarde el bienquisto escritor de treinta años acudiera al centro médico de su barrio para realizarse aquella prueba que no le causaba más que un leve nerviosismo, pues creía estar libre de cualquier Enfermedad de Transmisión Sexual. No obstante, fue entonces que su viaje mental llegó a su fin y sin ser muy obvio reaccionó frente al galeno que había gastado varios minutos para calmarlo con palabras esperanzadoras y ya solo rellenaba con letras abyádicas un recetario que le indicaba comprar ciertos medicamentos retrovirales para empezar su tratamiento. Cuando apenas culminó, Emiliano Vargas recogió la ficha, se levantó para agradecer por el discurso alentador que jamás atendió y egresó de la sala manteniendo su impavidez intacta.

Una vez fuera del centro médico, arrugó el recetario, lo aventó a la pista hecho bolita y, en un acto de tirarlo todo al garete, caminó hacia la avenida para tomar un bus de la «73 A» rumbo a Lince, donde cazaría a una meretriz en una de las esquinas de la extensa avenida Arequipa para continuar con su vicio sexual hasta el final de sus días; cuando Asmodeo lo recoja de su lecho de muerte y lo lleve en sus brazos a un infierno semejante a un gran burdel creado únicamente para sus seguidores conscientes e inconscientes, cuando las arenas del tiempo comiencen a enterrarlo hasta el punto del olvido como a la mayoría de los buenos escritores de una sociedad que no lee ni sabe leer.

FIN

Autor: Ariel Dom Trus

Muchas gracias por haber leído «¿Morir virgen?», espero contar contigo para la próxima serie del blog.

También puedes encontrar este cuento en Wattpad: https://www.wattpad.com/myworks/188102855-%C2%BFmorir-virgen

Deja un comentario